viernes, 15 de enero de 2010

Me gusta bañarme cuando está lloviendo.


Me gusta bañarme cuando está lloviendo, el agua de la lluvia golpea contra la ventana del baño y es como si me bañara allá afuera. De niño, en la nostálgica sierra de Puebla, la ventana del baño daba al campo abierto, y veía la inmensidad mientras me lavaba el pelo, la niebla empañaba el vidrio por fuera y el agua caliente, la empañaba por dentro. Amaba hacer eso, lo amaba tanto que siempre me tocaban para salir después de un buen tiempo. La verdad, a mi me valía madres, nadie me podía quitar ese privilegio como niño.

Recuerdo con gran nostálgia los paseos con olor a tierra mojada y mi amor a los animalillos extraños que buscaban sombra entre los ahuehuetes del bosque. Allí conocí la libertad y la belleza, me tomaron y me hicieron viajar, como lo siguen haciendo hoy, por las comunidades indígenas.

Recuerdo bien un camino que encontré una mañana de invierno. Un camino que era ondulante, que a su vez iba flanqueado por un pequeño riachuelo donde las piedras de rio tomaban formas elípticas y colores verdosos. Ese caminito en medio del bosque era un paso para los indios y sus caballos que iban al mercado a vender sus productos. Al verlos, me escondía detrás de los frondosos árboles, no podía permitir que me vieran, era un secreto que yo estuviera metido por esos lugares.

La neblina desaparecía de la sierra a medio día y se veía un paisaje de cañadas a lo lejos, el fondo era inimaginable, lo amé, lo amé tanto que nunca lo he olvidado. Hoy, cuando quiero salir de esta gran nube negra, cierro los ojos, de pronto los abro y veo unas manitas de niño, unos pantalones cafés y zapatitos negros, corro a los matorrales, los abro y… la cañada lista para que la explore contento y feliz de viajar por mi pasado.