viernes, 10 de octubre de 2014

Me escurren fragmentos.

Así como llegué me fui sin notarlo.
Salí del mundo y llegué a él
dando una vuelta.

Caminé junto a ella y la dejé
para encontrarla en otra.
Miré a mí alrededor y vi mi cara
en la pesadumbre de un mundo inútil.

Sueño y vivo
y siento que para vivir se sueña
y para soñar se mira fijamente.

En el bolsillo tengo
un encendedor, unas llaves
y restos que llevo a todos lados
de una mujer que amé.

Solo somos fragmentos, -me dijo-
Me llevarás e iré cayendo poco
a poco de tu bolsillo mientras
forjas destino con otra mejor.

Tengo una mano que tiembla,
un corazón que se colapsa del cansancio
y una melancolía sobre lo que pensé que fui

y sobre lo que resulté de lo que no hice.

En el parque.


 –Lloverá ahora. Me dice Abigail mientras baja de súbito del columpio. Se coloca las sandalias, camina apresurada hacia mí, toma mi cajetilla de cigarros y, junto con un pequeño libro de poemas del cual hace un momento le leí fragmentos, los coloca en su morrar y yo miro sus trasparentes manos mientras hace que me levante del pasto.

Mientras ella mira el ennegrecido cielo y la inminente tormenta, yo sólo pienso:

Largos pastos de esferas micro cósmicas de rocío.
Tormenta libre y majestuosa.
Moja y moja y todo vivirá más.

¿Por qué correr? ¿En casa no lloverá?

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domingo, 22 de junio de 2014

Me gusta, me gusta...


Me gusta mirar el humo del cigarrillo suave elevarse lentamente. Tomar café negro e infusión obsequiados de mis amigos. Me gusta su mirada sonriente mientras yo muero ahora porque me deje abrazarla por lo menos una última vez. 

Mirar a mis amigos a través del fondo del vaso de alcohol mientras ríen de aturdimiento y vacilan sus pasos. En soledad me gusta pensar en una vida en el bosque y sus fríos invernales que congelan los huesos. Me pienso caminando y mirando y saber que todo al final de cuentas saldrá bien. Me gusta ver leer a los demás y pensar en la inmensidad del cosmos mirando a una hormiga caminar sobre mi brazo. 

Yo cierro los ojos y veo todo lo que me pasó. Las mujeres que me han devorado, los amigos que me han levantado y las miradas extrañas en las que me reconozco al cruzarme en el camino de las personas.

Suspiro, y al suspirar me siento parte de todos, y que de alguna manera extraña les hago falta, que necesitan de mí.

En fin, me gusta estar.

lunes, 26 de mayo de 2014

El hombre de la montaña crea un imperio de almas por miedo a la soledad... (Historia de un Montaraz)

25 de octubre de 2011 a la(s) 22:08

BORRADOR:

Esta es la historia de un Montaraz. Algunos de ustedes se preguntarán, ¿qué diablos es un montaraz? Pues, ni más ni menos, es lo que se conoce como un guardabosques, pero en este caso cuida del monte o la montaña. Son personas solitarias que hacen traslados de horas para vigilar y que conocen muy bien estas zonas recónditas. Muy extraña vez se topan con personas. Por esto, suelen formar una familia y llevársela a vivir con ellos para no convertirse en ermitaños peligrosos.

Debo confesar que hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir algo sobre lo hermoso de la montaña y a la vez, de lo triste de la soledad. ¿O será al revés?
En realidad, yo no sé lo qué es la soledad, y parecería poco ético hablarla sin conocerla. Pero tal vez por eso tengo la obligación de hacerlo. Los solitarios la conocen tanto que no es nada importante comentarla. Para mi es extraña y por eso lo haré.

Una historia digna de un montaraz debe de ser acompañada, sin duda, de una cita clásica del romanticismo decimonónico. O si no se conoce de esto último, por lo menos de una imagen que represente un paisaje amplio forjado de brochas utópicas multicolor.

Parece tarea fácil, pero no lo es, no señor. Debemos tener cuidado de no caer en la cursilería simplona, como seguramente ya hemos caído en algún momento o, en mi caso, infinidad de veces.

Veamos:
Este montaraz serrano, es un hombre común del centro de la república. Mira al cielo y ve caballos y ardillas en las nubes blancas que no tienen forma para nosotros, que al verlas, tememos una llovizna sin paraguas y con tráfico en exceso.

Su vida era tan normal hasta que llegó el día en que ella no regresó más.

Aquí empieza este breve relato...

La noticia pareciera que no lo inmutó. Apagó su cigarro con la punta de la bota llena de lodo, dio media vuelta y desapareció en la bruma mañanera de la sierra de Puebla. Nadie más lo volvió a ver, tal vez porque nunca se dejó o porque en realidad no había ya nadie interesado en saber noticias de un patético hombre que la mejor hazaña de su vida fue el haber llegado a la edad de 30 años sin morir de hambre.
El dolor de haber perdido a su amada, tras caer su autobús en una enorme barranca que en el fondo tenía una cañada y un pequeño río escondido de todos, le fue terriblemente insoportable, pero se tragó su dolor en el fondo de su ser. Las mañanas sin ella le eran tan eternas que las pasaba completas buscando leña mientas miraba la enorme diversidad de mariposas y árboles que escalar algún otro día insoportable de estar vivo.


¿Hijos? No.
Las pláticas acerca de este tema él las esquivaba como las miradas que cruzas al ver a alguien que te gusta y te da pena que caiga en cuenta de ello. Antes de morir trágicamente, su mujer quería embarazarse  porque, según le contó una comadrona, las casadas que no se embarazan son mujeres fracasadas. Ella solía esperarlo en casa, al regresar de la montaña, con poco ropa para que la viera y la tomara. Sin embargo él no actuaba en consecuencia.
¿Por qué? Porque estaba obsesionado con continuar desenterrando antiguos edificios en la punta de la sierra. Un día despertó allí después de una borrachera que se puso con unos viejos líderes indígenas. Él creyó que los viejos dioses de los antiguos habitante lo habían conducido hasta allí en plena borrachera. Se sintió el elegido. Al otro día, ya hidratado, llegó allí con una pala y se fijó la tarea de sacar todo a la luz acomodando piedra por piedra y rearmando las innumerables grecas.

Un día un hombre logró llegar hasta su inaccesible choza en la punta de la sierra. Se encontraron cara a cara y le dijo...

(Después seguimos)


sábado, 17 de mayo de 2014

Un atardecer frente al sol de la ciudad.


Una vez Ricardo, poco antes de morir, me dijo que todos tenemos monstruos que invaden nuestras mentes. Decía que los hay mansos como cachorros que son fácilmente domables con la edad y el apoyo de los seres queridos. Pero que los hay también brutales en el trato, que destruyen a las personas desde dentro provocándoles pesadez y una tristeza eterna como las noches en la playa. 

Te dejan mudo ante el regaño humillante del patrón y te quitan la palabra precisa ante la mujer amada. Son como piquetes constantes en el cráneo mientras intentas ver más allá. Se alimentan de tu imaginación y se aprovechan para tu mal de todos los libros que has leído. Básicamente te sabotean la vida porque simplemente odian ser parte tuya. 

Desgraciadamente Ricardo los tuvo y una mañana de noviembre, frente al sol del sur de la ciudad, se cortó la garganta para obligarlos a salir de él.

Ella se fue y el árbol no se movió.



De pie, bajo ese tremendo sol y con un cigarrillo entre sus dedos, ella lo miraba fijamente. Él, sentado, miraba hacia un árbol mientras repasaba lo que se había propuesto decirle desde un día antes.

Todo era tan rápido y se requerían palabras tan precisas que no pudo. Ella lo abrumaba tanto como un día
de caminata cuesta arriba. Después, él miraba cómo ella sostenía el cigarrillo con sus dedos y la forma en como se prestaba a encender uno nuevo incluso antes de consumir en su totalidad el anterior. 

Él pensaba y pensaba y no podía decir nada. Ella lo miraba y lo miraba y se convencía de que no tenía sentido estar allí, de pie ante él. De pronto, ella apagó su cigarrillo y se perdió entre la gente. Él sólo notó que el árbol seguía allí.

Un atardecer rojizo-amarillento-celestial

Siéntese en su azotea, coloque lentamente a su mascota a su lado izquierdo. Enciéndase un cigarro suave, de esos que no marean por las bocanadas constantes. Ponga música de fondo con su teléfono, de preferencia el título "Across the universe". Por ahora evite esa sensación de lanzarse en caída libre y resolver rápidamente sus problemas. 

Entonces rásquese un poco la cabeza, pula sus lentes hasta el rechinido de rigor. No piense en ella por un minuto, por muy difícil y aterrador que le sea. Cuando haya hecho esto, fije la mirada en el atardecer rojizo-amarillento-celestial y, tras un breve suspiro, piense mientras sonríe en lo siguiente:

Infinito e inmortal amor/ que brilla a mi alrededor como un millón de soles/ que me llaman y me llaman a través del universo.

domingo, 9 de marzo de 2014

Morir en su olor y el cielo crujiendo...

Aún me acuerdo de usted.
Tiene ojos que son de un verde relampagueante
en una oscuridad eterna y abrumadora.
Sobre las nubes la vi caminar aquella vez
y ellos creyeron que yo alucinaba de amor.

No sé si lo recuerda,
pero una vez me dijo
que si le escribía un poema 
usted me tomaría de la mano
y me llevaría caminando a su habitación.

Era un palacio de olor vainilla
con texturas suaves aterciopeladas. 
Me miraba tanto acariciándome las manos
y yo la sentia tan mía que deseaba morirme allí mismo.

Morir en su olor y el cielo crujiendo 
y yo todo lleno de sus relampagueantes verdes.


martes, 21 de enero de 2014

Una tarde de desasosiego.

A veces me gusta ver llover. Mientras leo, el agua se resbala por la empañada ventana de mi habitación mientras entrecierro los ojos para imaginar un atardecer rojizo entre estas gotas. Aquí mismo ella me mira preocupada, estando recostada sobre mis piernas, debido a que se hace tarde y no para de llover. Yo, despreocupado pues es un buen pretexto para invitarla a dormir aquí, junto a mí y mis sueños eternos de muerte, decido tomar el cigarro y con el constante humo y un movimiento de labios, hago las mismas figuras extrañas que hice en mi juventud, aquellos años en los que ondeaba de allá para acá esas banderas negras bajo el sol de la ciudad, años de libros devorados en busca de respuestas que aún no llegan y de mujeres que me dejaban fascinado al verlas fumar y lanzarme su humo en el rostro a modo de insinuación.

Ella enciende el estéreo y por azar suena el preludio de la suite para violonchelo número 1 de Bach, inmediatamente se saca la sudadera quedando sólo con una blusa blanca ajustada. Se mira en el alto espejo buscando quizá, algo que olvidó en él, algo que perdió hace mucho. Una vez leí que las mujeres se miran para intentar verse a través de otras.


Ella, ciertamente, es todas las que tuve, y a su vez, ninguna que haya conocido. Mientras se mira sin cesar, recuerdo el día en que la conocí. Fue en un parque una fría tarde de enero como esta, mientras ella miraba fijamente la base un árbol recientemente talado. Me acerqué lentamente, la vi temblar como de rabia y dolor, de sus ojos claros brotaban las mismas gotas que veo ahora resbalarse por la ventana de mi habitación, mientras afortunadamente se hace más y más tarde y yo me hago aún más viejo. Entonces aprendo poéticamente que todo es un círculo, un uróboro de materia que está en todos lados.