A veces me gusta ver llover. Mientras leo, el agua se resbala por la
empañada ventana de mi habitación mientras entrecierro los ojos para imaginar
un atardecer rojizo entre estas gotas. Aquí mismo ella me mira preocupada, estando
recostada sobre mis piernas, debido a que se hace tarde y no para de llover.
Yo, despreocupado pues es un buen pretexto para invitarla a dormir aquí, junto
a mí y mis sueños eternos de muerte, decido tomar el cigarro y con el
constante humo y un movimiento de labios, hago las mismas figuras extrañas que
hice en mi juventud, aquellos años en los que ondeaba de allá para acá esas
banderas negras bajo el sol de la ciudad, años de libros devorados en busca de
respuestas que aún no llegan y de mujeres que me dejaban fascinado al verlas
fumar y lanzarme su humo en el rostro a modo de insinuación.
Ella enciende el estéreo
y por azar suena el preludio de la suite para violonchelo número 1 de Bach, inmediatamente
se saca la sudadera quedando sólo con una blusa blanca ajustada. Se mira en el alto espejo buscando quizá, algo que olvidó
en él, algo que perdió hace mucho. Una vez leí que las mujeres se miran para
intentar verse a través de otras.
Ella, ciertamente, es todas las que tuve, y a su vez, ninguna que haya
conocido. Mientras se mira sin cesar, recuerdo el día en que la conocí. Fue en un
parque una fría tarde de enero como esta, mientras ella miraba fijamente la
base un árbol recientemente talado. Me acerqué lentamente, la vi temblar como
de rabia y dolor, de sus ojos claros brotaban las mismas gotas que veo ahora resbalarse
por la ventana de mi habitación, mientras afortunadamente se hace más y más
tarde y yo me hago aún más viejo. Entonces aprendo poéticamente que todo es un
círculo, un uróboro de materia que está en todos lados.