sábado, 5 de junio de 2010

El cigarrillo le pesa como plomo.

¿Qué es lo que debería pensar un hombre en el caso de que tuviera que pensar forzosamente en algo?

En la esquina de la cama del hotel.
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El cigarrillo le pesa como plomo. El sabor del alcohol de la noche anterior está como incrustado en sus mejillas interiores. Los ecos de los gemidos entremezclados con la música rápida y brutal son cosas que no puede sacarse. El cigarrillo lo marea con cada fumada, pero no puede dejar de sentirlo en su interior.

Al fondo, se escucha la regadera que cubre con agua caliente un cuerpo satisfecho, por fin,  de lujuria.
Las ventanas cerradas impiden el descifrar si allá afuera hace el calor tremendo cotidiano o, por pura suerte, el día está nublado y se propagan esos segundos de leve oscuridad.

Toma su teléfono, revisa los mensajes que recibió la noche anterior en medio del bullicio y el desconcierto total. Lee uno a uno pausadamente y revisa, inmediatamente, sus respuestas mandadas. Hay mucho de que arrepentirse.

Las huellas de lo sucedido están desperdigadas por toda la habitación. La ropa interior de ella está de su lado de la cama. Colores diversos en la ropa frágil que muchas veces le han ocultado la suave piel. Pero por fin la tuvo de nuevo. Esa sensación de poseerla una y ora vez durante toda la noche es algo que le llena, igualmente, de satisfacción y pretensión.

Los restos de cigarrillo, de envases de cerveza, y de cobijas en el suelo, son la prueba de que lo sucedido en la noche, no le fue un sueño húmedo.

Y de pronto la puerta del baño se abrió y salió inmediatamente, como buscando la libertad de un cuerpo joven, la nube de vapor que estaba enclaustrada allí dentro. Ella apareció desnuda y avanzó altiva hacia la cama. Lo miró de reojo e inmediatamente, se supo la mujer más hermosa del mundo.

Partieron de allí dos horas después en medio de un calor abrasador.

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