Abigail me aplaude cuando logro
realizar una suma simple. Sabe lo difícil que me es.
Me exige una visita guiada
informal en cada museo, iglesia barroca, zona arqueológica y convento
franciscano que visitamos. Dice burlonamente que los historiadores nacemos, nos
complicamos y morimos entre libros que nadie quiere leer.
Abigail conecta telas con hilos
finos como su cabello rojizo. Yo solamente conecto historias con palabras
rebuscadas para sentirme inteligente.
Dice que debo aprender a beberme sólo
un par de cervezas y así no perderme en las noches de rostros extraños y sucias
barras de bar. Lo que no sabe es que estoy perdido desde los 13 años.
Mientras comemos helado hablamos
de grecas totonacas, alfardas teotihuacanas, arcos ojivales góticos, columnas
salomónicas, capillas abiertas franciscanas, almenas mexicas en forma de
caracol cortado, del arte tequitqui indígena, de naves en cruz griega y latina
y de cómo, si te paras en una esquina de la catedral metropolitana mirando
hacia arriba, notarás la inmensidad indescriptible de la ciudad.
Le gusta que me recueste en el
pasto para verme fumar e imaginar aquellos tiempos donde compartíamos
bocanadas. Hablamos de cómo el poder corrompe por sí mismo y de cómo el
principio de identidad es simplemente estúpido. Dice que el mejor libro es el
que no se ha leído aún y que por eso debemos buscarlo sin descanso por todos
lados.
Ella piensa todo el tiempo en el
futuro, yo sólo lo estudio en el pasado y yo no sé qué es más importante.
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