domingo, 1 de febrero de 2015

Abigail me aplaude.



Abigail me aplaude cuando logro realizar una suma simple. Sabe lo difícil que me es. 

Me exige una visita guiada informal en cada museo, iglesia barroca, zona arqueológica y convento franciscano que visitamos. Dice burlonamente que los historiadores nacemos, nos complicamos y morimos entre libros que nadie quiere leer.

Abigail conecta telas con hilos finos como su cabello rojizo. Yo solamente conecto historias con palabras rebuscadas para sentirme inteligente. 

Dice que debo aprender a beberme sólo un par de cervezas y así no perderme en las noches de rostros extraños y sucias barras de bar. Lo que no sabe es que estoy perdido desde los 13 años.

Mientras comemos helado hablamos de grecas totonacas, alfardas teotihuacanas, arcos ojivales góticos, columnas salomónicas, capillas abiertas franciscanas, almenas mexicas en forma de caracol cortado, del arte tequitqui indígena, de naves en cruz griega y latina y de cómo, si te paras en una esquina de la catedral metropolitana mirando hacia arriba, notarás la inmensidad indescriptible de la ciudad. 

Le gusta que me recueste en el pasto para verme fumar e imaginar aquellos tiempos donde compartíamos bocanadas. Hablamos de cómo el poder corrompe por sí mismo y de cómo el principio de identidad es simplemente estúpido. Dice que el mejor libro es el que no se ha leído aún y que por eso debemos buscarlo sin descanso por todos lados.

Ella piensa todo el tiempo en el futuro, yo sólo lo estudio en el pasado y yo no sé qué es más importante.

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