25 de octubre de 2011 a la(s) 22:08
BORRADOR:
Esta es la historia de un
Montaraz. Algunos de ustedes se preguntarán, ¿qué diablos es un montaraz? Pues,
ni más ni menos, es lo que se conoce como un guardabosques, pero en este caso
cuida del monte o la montaña. Son personas solitarias que hacen traslados de
horas para vigilar y que conocen muy bien estas zonas recónditas. Muy extraña
vez se topan con personas. Por esto, suelen formar una familia y llevársela a
vivir con ellos para no convertirse en ermitaños peligrosos.
Debo confesar que hace mucho tiempo
que tengo ganas de escribir algo sobre lo hermoso de la montaña y a la vez, de
lo triste de la soledad. ¿O será al revés?
En realidad, yo no sé lo qué es
la soledad, y parecería poco ético hablarla sin conocerla. Pero tal vez por eso
tengo la obligación de hacerlo. Los solitarios la conocen tanto que no es nada
importante comentarla. Para mi es extraña y por eso lo haré.
Una historia digna de un montaraz
debe de ser acompañada, sin duda, de una cita clásica del romanticismo
decimonónico. O si no se conoce de esto último, por lo menos de una imagen que
represente un paisaje amplio forjado de brochas utópicas multicolor.
Parece tarea fácil, pero no lo
es, no señor. Debemos tener cuidado de no caer en la cursilería simplona, como
seguramente ya hemos caído en algún momento o, en mi caso, infinidad de veces.
Veamos:
Este montaraz serrano, es un
hombre común del centro de la república. Mira al cielo y ve caballos y ardillas
en las nubes blancas que no tienen forma para nosotros, que al verlas, tememos
una llovizna sin paraguas y con tráfico en exceso.
Su vida era tan normal hasta que
llegó el día en que ella no regresó más.
Aquí empieza este breve relato...
La noticia pareciera que no lo inmutó. Apagó su cigarro con la punta de
la bota llena de lodo, dio media vuelta y desapareció en la bruma mañanera de
la sierra de Puebla. Nadie más lo volvió a ver, tal vez porque nunca se dejó o
porque en realidad no había ya nadie interesado en saber noticias de un
patético hombre que la mejor hazaña de su vida fue el haber llegado a la edad
de 30 años sin morir de hambre.
El dolor de haber perdido a su amada, tras caer su autobús en una
enorme barranca que en el fondo tenía una cañada y un pequeño río escondido de
todos, le fue terriblemente insoportable, pero se tragó su dolor en el fondo de
su ser. Las mañanas sin ella le eran tan eternas que las pasaba completas
buscando leña mientas miraba la enorme diversidad de mariposas y árboles que
escalar algún otro día insoportable de estar vivo.
¿Hijos? No.
Las pláticas acerca de este tema él las esquivaba como las miradas que
cruzas al ver a alguien que te gusta y te da pena que caiga en cuenta de ello.
Antes de morir trágicamente, su mujer quería embarazarse porque, según le
contó una comadrona, las casadas que no se embarazan son mujeres fracasadas.
Ella solía esperarlo en casa, al regresar de la montaña, con poco ropa para que
la viera y la tomara. Sin embargo él no actuaba en consecuencia.
¿Por qué? Porque estaba obsesionado con continuar desenterrando
antiguos edificios en la punta de la sierra. Un día despertó allí después de
una borrachera que se puso con unos viejos líderes indígenas. Él creyó que los
viejos dioses de los antiguos habitante lo habían conducido hasta allí en plena
borrachera. Se sintió el elegido. Al otro día, ya hidratado, llegó allí con una
pala y se fijó la tarea de sacar todo a la luz acomodando piedra por piedra y
rearmando las innumerables grecas.
Un día un hombre logró llegar hasta su inaccesible choza en la punta de
la sierra. Se encontraron cara a cara y le dijo...
(Después seguimos)